domingo, 18 de septiembre de 2011

Viaje en el tiempo

Llegamos temprano. El viaje se tornó un poco mareante por las olas que rompían de cuando en cuando contra el barco. Aunque según palabras de propios lugareños (de poco hablar por cierto) el imponente Lago Titicaca se había comportado bien con nosotros. Tras tanto recorrido en lo que iba de la travesía, el cansancio no podía disimularse, pero tampoco la ansiedad por conocer un lugar que hasta aquel día era una incógnita.

La embarcación comenzó a acercarse al precario muelle, donde ya se podían ver algunas personas. Al frenar, un niño, de los más despiertos de su grupo, se asomó a una de las pequeñas ventanas y nos ofreció alojamiento. Cargamos las pesadas mochilas y bajamos con cuidado, ya que el viento exigía equilibrio. Sorprendidos, miramos hacia arriba. Es que la Isla del Sol es particularmente escalonada y con unas pocas construcciones en un sendero que sería nuestro camino. El pequeño David, más atrevido y sociable que los bolivianos que habíamos conocido hasta entonces, nos indicó el recorrido. Cientos de escalones desafiantes asomaban frente a nosotros y cansaban de sólo verlos. Comenzamos a ascender. Yo llevaba mi mochila y David la de mi acompañante. Pero la altura se sentía cada vez más y con la respiración agitada se dificultaba decirle al pequeño que no se adelantara, ya acostumbrado a subir y bajar a diario para colaborar con su familia, que como muchas de la isla vivía especialmente del turismo.

La trepada se tornó eterna, pero una vez que llegamos recién pudimos disfrutar del aire puro y el sol resplandeciente. Al mirar alrededor, un paisaje impactante yacía frente a nosotros, una pintura trazada por el contraste de la inmensidad del Titicaca, en una isla que parecía de fantasía. A lo lejos, la más pequeña Isla de la Luna. Dejamos las cosas en nuestro albergue y salimos a recorrer el lugar. Con la altura, las piernas se hacían cada vez más pesadas, y no éramos los únicos afectados; al menos así lo denotaban los rostros de los demás turistas que transitaban los empinados senderos. Por momentos nos sentimos en la Edad Media: burros exhaustos transportando alimentos y bidones, pobladores trabajando el campo, caminos estrechos y sobretodo luz, mucha luz. Esta gente parecía ajena a nuestro mundo contaminado por las tecnologías, los ruidos y la polución.

La vida de los bolivianos en la Isla del Sol no era sencilla. Con la ayuda de los burros transportaban el agua que usaban para las tareas diarias, mientras que por la noche no había luz ni electricidad, sólo algunas estrellas asumían el rol protagónico en un entorno inundado de tranquilidad. Estábamos en la parte sur de la isla. Para ir al norte debíamos caminar todo un día. Pero como permaneceríamos sólo dos días, decidimos recorrer los puntos más cercanos y no por eso de fácil acceso.

La trucha es la comida por excelencia de la zona, la preparan muy bien. La mujer que nos atendió en el lugar donde decidimos calmar el hambre agradeció casi sorprendida nuestros elogios de sus abundantes platos. Tímida, servicial y con gestos de cansancio, como la mayoría de la población autóctona, parte de una sociedad triste, cansada de luchar pero con una fuerza única. Se veían más niños y mujeres trabajando que hombres; tales como las llamadas “Cholas”, con sus largas polleras y bolsos de colores en la espalda, donde normalmente llevaban a los bebés.

Para poder ver el sector norte subimos al mirador, donde apreciamos toda la isla. Los burros, ovejas, chanchos y llamas sedientas, además de los pobladores trabajando la tierra, fueron la compañía del camino hasta llegar a la imponente vista. El lago estaba calmo y el paisaje era inolvidable. Con la llegada de la noche pudimos descansar como no lo hacíamos hace tiempo. El silencio era absoluto.

El día siguiente sería agotador, pero valdría la pena. Caminamos descendiendo bajo el sol rodeados de campos de cultivos escalonados en la montaña. Al llegar, la playa de piedras estaba casi desierta, salvo por unos niños de la zona que jugaban despreocupados. Pasamos el día y regresamos antes de que anocheciera por un camino de piedras prolijamente construido. Esta noche no sería en silencio por la fuerte lluvia, que igualmente hacía el descanso más placentero.

Llegó el momento de regresar a Copacabana para continuar en busca de nuevos lugares y culturas, en esta suerte de turismo vivencial donde el destino final sería Lima. La Isla del Sol dejó de ser una incógnita para ocupar un lugar especial en nuestra memoria, en lo que pareció un corto sueño, una fantasía, un viaje en el tiempo.