El rol de los medios de
comunicación se vuelve tendencioso y sigue ciertos parámetros con el
entretenimiento como principal objetivo. En general se dejan de lado los
análisis sobre el juego, priorizando otras temáticas que rodean lo realmente
elemental.
Los periodistas deben dedicarle un espacio en su profesión a la autocrítica.
En el fútbol, al igual que en la mayoría de las cuestiones, frecuentemente se
genera una banalización de la información. Casi ni se habla de este deporte
como tal y contrariamente toman protagonismo los detalles, esas partes del todo
que se convierten en intérpretes principales en las transmisiones televisivas,
radiales y hasta en los textos gráficos. De esta forma se relega a un segundo
plano lo verdaderamente importante.
Antes que nada corresponde indagar en las causas de este fenómeno.
Muchos periodistas se amparan en la idea “protectora” oculta detrás de la
necesidad de entretener, hacer del fútbol puramente un espectáculo; una
percepción absurda y fácilmente refutable con montones de ejemplos de productos
de calidad exitosos en términos de seguimiento. La búsqueda constante del
rating, por ejemplo, se ve directamente erosionada por el factor económico y
atenta contra la calidad informativa.

Priorizar únicamente los resultados sin siquiera hacer un análisis
previo con seriedad del porqué de los mismos, hacer foco desmedido en las
relaciones entre los jugadores y sus declaraciones o en los arbitrajes y
menospreciar a un jugador por no cantar el himno antes de los partidos (después
no importa si adentro de la cancha es el más patriota de todos) sólo hacen que
la imagen transmitida por gran parte de los medios de comunicación a los
públicos sea sesgada y mal orientada. No importa el juego, pero sí el
conflicto.
En definitiva, el fútbol y el periodismo están plagados de contrastes. Pese
a que la espectacularización y banalización sean fenómenos latentes, están
aquellos que disfrutan del juego en su más pura esencia e intentan explicarlo y
transmitirlo de manera honrada. Son algunas gotas de esperanza en un océano infinito
de dramatismo y desinformación. Pero como sostiene David Mitchell en su
excepcional novela Cloud Atlas, qué es un océano sino una multitud de gotas.
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